NOTA IMPORTANTE

Se está creando un anexo muy importante de este blog: el Blog de la Oveja Sabelotodo, un blog privado donde sacamos bromas hasta de los libros de historia y filosofía. Si el nombre te parece cómico, pospone tu risa para un momento de menos apuro y apresúrate a enterarte cómo puedes acceder. ¡Mira esta entrada!

REFLEXIÓN OVEJUNA

¿Por qué "Oveja Descarriada"? Porque si antes uno debía hacer las cosas mal para ser distinto, ¡ahora debe hacer las cosas bien, y será rebelde y mal visto por el resto de la manada! ¿No es absurdo?


martes, 2 de marzo de 2010

Soplando el papel

Tengan aquí el producto de dos rápidos mensajes de texto, dos de respuesta, algunas dolorosas experiencias ajenas y un domingo de hiperactividad condimentado con demasiados mini-snickers (¡son altamente adictivos!). Y, aunque quizá sólo Guadalupe entienda esto (o quizá ni ella), tengo que especificar que sí, yo se lo dije.
Lean. No se emocionen demasiado: el plagio de este material o cualquier otro contenido en este blog puede meterlos en serios problemas. (No quiero amargar el post aclarando en qué consiste esto, pero, créanme, no se lo deseo a nadie, de modo que será mejor que no copien). Si quieres colocar algo de mi blog en tu blog, mándame un e-mail y yo te diré qué hacer.


Elizabeth sabe, un viernes a las seis y media de la tarde, por razones que no se pueden especificar, que la mejor manera de mejorar el canto es mejorando la respiración y la mejor manera de mejorar la respiración es soplando un pedazo de papel, de preferencia cortado con la mano, sobre un espejo de cuerpo entero, de modo que el papel se quede pegado mientras la futura cantante lo sopla con encanto. O al menos eso le dijeron.
De modo que el viernes a las seis y media de la tarde, Elizabeth está vestida con un vestido de flores estampadas y cinturón negro, en una habitación blanca y fea, con los pies juntos, las manos enlazadas, cara de susto y un papelito en la mano derecha.
-¡Ellita! -chilló su tía al entrar. Tenía puesto piyama y pantuflas de rinoceronte. Excelente. A Elizabeth el papelito se le empezaba a arrugar-. ¡Elita, me voy! Te dejo aquí. Tienes espacio. Canta todo lo que quieras. No te preocupes, que acá nadie te escucha.
- Tía...
- O si te escuchan, que te escuchen, pues. ¡Debes aprender que...!
- Tía -interrumpió Elizabeth de nuevo-, ¿ya se va?
- Sí -respondió la tía-. Le dije a Jorge que espere a que me cambie, y él me ha jurado por la vida del perro que no voy a salir del taxi. Y dice que nadie va a ver si estoy con sandalias, con zapatillas o con pantuflas, así que...
-Entiendo -respondió Elizabeth, torciendo el papelito.
-Entonces te dejo, Ellita.
Le dio un beso en la mejilla y se fue enseguida. Su piyama era color magenta.
La tía tenía un espejo de cuerpo entero allí, en el recibidor, de modo que Ellie alisó el papel y lo sujetó a la superficie del espejo con las puntas de los dedos, le sopló encima, lo soltó y lo vio caer de inmediato.
-Grosería.
Lo volvió a intentar quince veces y el papel se cayó las quince veces, como si se desesperara por llegar al suelo. De modo que Ellie maldijo diecisiete veces -las quince que tuvo que recoger el papel, más dos al golpearse la cabeza contra el borde del espejo al incorporarse-, y volvió a colocar el papel.
Eran las seis y cuarenta y seis, y su reflejo la miró con siete kilos y medio de intriga distribuidos equitativamente en ambos ojos. Se vio el cabello castaño, el rostro pálido, la cara de confusión y los ojos negros. Se vio el cabello castaño electrizándosele ante sus ojos, el rostro palideciendo, su cara confundiéndose y los ojos ennegreciéndose... No. Se hacían más claros. Y su rostro se volvía lozano, del tono pálido saludable de las bases de maquillaje, redondo, sonriente y decidido. Los siete kilos y medio de intriga se le volvieron rubor en las mejillas, brillo en los ojos, que ahora eran verdes e intimidantes, redondos, insultantes y... dulces, rodeados de cabello que ahora caía en rizos de niña rubia.
Conocía esa cara.
-Hola -le dijo ella.
-Hola -respondió Elizabeth, bizqueando.
-¿Cómo estás? -respondió ella, sonriente. Le tendió la mano a través del espejo-. ¿Estás bien? Te veo pálida.
-Yo... -le temblaban los labios-, eh... yo...
¡Conocía esa cara!
-Yo he estado muy bien -dijo ella, sin esperar a que a Elizabeth se le aclarara la mente-. ¡No sabes! -La cara de ella era indudablemente redonda y lozana. Elizabeth se preguntó si su propio rostro luciría como si fuera a caerse al suelo en cualquier momento-. ¿Te acuerdas de Lucy?
-¿Lucy?
-¡Lucy, y María, y Augusto... y Ángeles!
-¿Ángeles? -La palidez se le fue por la confusión-. ¿Qué es eso?
La niña rubia le respondió secamente.
-Guadalupe de los Ángeles. Creí que era tu amiga.
-¡Ah! La conozco -bajó la voz-, digo... una vez hablé con ella. Pero... digo, no entiendo. ¿Qué tienen ellos?
-¡Que les vengo preguntando sobre ti hace meses, y me tenían preocupada! -Y le sonrió como si realmente se hubiera preocupado realmente. Como si fuera posible.
OH. ¿Era posible?
-No... Eh, no los veo muy seguido -respondió-. A Lucy la vi hace dos semanas, pero creo que ella no me vio a mí. Y María... bueno, ella no me habla. -Bajó la vista, no porque le importara María, sino porque los ojos de la niña rubia le estaban taladrando sus propios ojos-. Y a Guadalupe le hablé hace tres meses, porque ella quería que le cuide su violín en lo que iba al baño... y, bueno, a Augusto tampoco...
Se le vinieron tres imágenes a la cabeza: Augusto en Navidad, Augusto en Enero y Augusto en Febrero. En la primera, corriendo cerca de la casa de ella, con un perro mordiéndole la basta del pantalón. Al menos había sido divertido. En Enero... había calor, y el calor trae cucarachas... Carnavales en Febrero y niños de diez años sacando agua de las acequias en baldes de pintura...
-Supongo que ustedes dos habrán pasado un buen enero -dijo Elizabeth.
Dijo Elizabeth.
Tardó unos segundos en darse cuenta de eso: de que ella lo había dicho. Y tardó más en comprender por qué la niña rubia no parecía ofendida. Un poco ruborizada, sí -el rubor le sentaba bien-, pero no ofendida.
Quizá hasta habían ido a algún lado, como las parejas normales. Aunque fuera a la esquina a comer un cono de helado, mientras lo más emocionante que le había sucedido a Elizabeth había sido prepararle a su recién estrenado novio un jugo de piña. Quizá la niña rubia hasta sabía hacer batidos de fruta o incluso lavar bien el vaso de la licuadora.
-Grosería -dijo.
-No entiendo por qué dices eso -le dijo la niña, con una sonrisita-. ¿Te estás autocensurando, o algo así?
Y entonces un grito rompió el silencio, y Elizabeth se quedó un segundo tratando de elegir entre darle una cachetada a la niña, abrazarla, sonreírle, gritarle, pedirle perdón por ser hipócrita, contarle la verdad, preguntarle por qué tenía la desfachatez de fingir que no sabía nada, ser indulgente y preguntarle que cómo era que no sabía nada...
Pero la niña desapareció, y el grito siguió.
-¡Nunca más te voy a creer, Jorge! ¡Y estás castigado! ¡Aunque tuvieras cincuenta años, yo soy tu madre y te castigo si me da la gana! ¡Y cállate!
La tía entró pisando fuerte con sus pantuflas de rinoceronte y encontró a Ellie tendida en el suelo con el pelo revuelto. Como si no se hubiera dado cuenta -y sin verla bien- le contó que Jorge la había obligado a bajar del taxi y a pasear por la alameda, entrar a un restaurante y pedir una langosta en piyama.
"¿Una langosta con piyama?", pensó Elizabeth con mucha lentitud, parpadeando. "No, no creo que...". Pero le dolía la cabeza.
-¡Ellita! -chilló de pronto la tía-. ¿Qué te pasó? ¿Te desmayaste?
Elizabeth se incorporó despacio. Le faltaba aire.
OH. Qué verguenza.
-Ah -sonrió estúpidamente-, creo que soplé mucho.
Y ni una sola vez el papel se había mantenido en el espejo. Mala suerte.
-Bueno, hijita -dijo la tía, con la misma sonrisa-, algunas no nacimos para el canto.
Eso tenía mucho sentido.
"Por supuesto", pensó Elizabeth. "Y otras nacimos sólo para tener alucinaciones".
Eso también tenía mucho sentido.

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